Erisindo Rodríguez, una vida dedicada al servicio de la humanidad

Son muchos los que vienen a buscar la habilidad de sus prodigiosas manos, esperando así comprobar las historias que han escuchado sobre ellas, pero son muy pocos los que conocen su historia, lo que sus pies han recorrido y todo lo que su memoria alberga.

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El aroma a hierbas y a mentol inundan el local No. 381 de la 'Plaza la 14', un pequeño espacio donde no existe rincón que no esté habitado por una hierba o algún brebaje preparado en su totalidad por Erisindo Rodríguez, comúnmente conocido como José, el dueño del local y el único sobandero de la plaza, aunque él mismo no se considere como un sobandero en su totalidad. Él se considera un hombre sencillo, que aprendió a sobar y quien gusta de hacerlo.

Verlo trabajar es casi hipnótico, el cómo esas precisas manos embadurnadas de una pomada verde se mueven lentamente desde la muñeca hasta el hombro, localizando el punto de dolor y desvaneciéndolo con el tiempo. «Las mujeres no se quejan mucho, los hombres sí» [sic], expresa José mientras se limpia las manos con unas cabuyas, mismas que usa para amarrar las hierbas que vende.

Fue a los nueve años cuando aprendió la labor que lo traería a Ibagué, y por la cual se instalaría en la 'madre de las plazas', como se le llama a este lugar. Fue un sobandero, su abuelo, Justo Rodríguez, el que le enseñaría esta labor centenaria. Cuando el abuelo empezó a enseñarle, su padre, que también era sobandero, le dijo: «aprenda esto que llegará el día en que los médicos no puedan curar nada y la gente volverá a las plantas medicinales» [sic].

Aunque no sólo le heredó los conocimientos de sobandero a su padre Erisindo Rodríguez, también su nombre y su afición por las plantas; dicho gusto que lo ha llevado a tener también una afición por los libros de botánica, dando como resultado un hombre que conoce los nombres y propiedades de más de 300 hierbas, así que, no hay cliente o paciente que abandone su local sin una planta que cure sus dolencias.

Y son muchos los que vienen a buscarlo, desde El Salado, El Jardín y otros barrios de Ibagué, e incluso de otros municipios del departamento como Natagaima y Chaparral, sólo para poder encontrar la cura de sus dolores musculares, herpes, fiebres, culebrilla, soltura y demás. Y a diario llegan pacientes como jugadores de fútbol que se lastiman la canilla, oficinistas con recogidos y mujeres con tobillos torcidos debido al uso de tacones, salen del local aliviados y contentos. José los despide con un «que Dios los bendiga»y les indica los cuidados para finalizar el tratamiento.

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«Para mí, él hace cosas que el médico no; él es más humano» [sic], afirma Libardo Poveda, compañero de José y trabajador de la plaza desde hace unos 25 años. Poveda, también asegura que José ha curado aquellos malestares, de los cuales algunos médicos no han podido encontrar una causa, tales como niños descuajados, un mal que provoca en los niños pequeños alta fiebre, soltura e incluso dificultad para caminar, según creencias populares por lanzarlos al aire, un mal que puede durar semanas en irse y en el que las personas invierten tiempo y dinero buscando una cura. Como es el caso de Marlen Guzmán, quien, tras semanas de ver a sus dos nietas enfermas, luego de que el médico encargado no dio con una cura, decidió llevarlas al local 381. Al final, en solamente una hora, José alivió a estas niñas.

Cosas como las que él hace se están acabando, pero sólo personas como Erisindo saben tratar algunos males que los médicos aún no han podido remediar. Los sobanderos ofrecen otras alternativas de salud a aquellas personas que no cuentan siempre con la oportunidad de ser atendidos por médicos especialistas. Por eso, varios compañeros y habitantes de la plaza le desean lo mejor a Erisindo, esperando que un hombre tan amable y servicial nunca deje de apoyarlos cuando lo necesiten. «Es un hombre calmado y muy sencillo, nunca pone problema para nada y siempre se muestra muy servicial cuando uno va y le pide algo, aquí nos bandeamos entre todos» [sic],dice Nora Vera.

No obstante, a pesar de que cumple con varios de los requisitos para ser sobandero, y es reconocido así por varios integrantes de la plaza, Erisindo Rodríguez no se considera como tal. Él es un hombre que, a pesar de haber tenido la oportunidad de establecerse como sobandero, decidió ir más allá. Con 77 años de edad, conoce cómo realizar una multitud de tareas y trabajos que lo han llevado a recorrer gran parte del territorio nacional. 

Todo comenzó cuando Erisindo era un pequeño niño en el Guamo, Tolima. Su abuelo paterno, Justo Rodríguez, era sobandero y solía pedirle que le acompañase cuando hacía sus sesiones de curación a sus pacientes. El niño miraba atentamente los movimientos de su abuelo y escuchaba las indicaciones y consejos que este le daba. Hasta que un día llegó una mujer de 70 años con unos terribles dolores lumbares, Justo llamó a su nieto y le pidió que la atendiera. Aunque sólo tenía diez años y acababa de terminar la primaria, ya estaba sobando a su primer paciente.

Al terminar de atender a la mujer, le dio las gracias y se despidió con un «Dios lo bendiga», que lo marcó para siempre. En ese momento pudo haber decidido tener una vida de sobandero y habría atendido a muchas personas en un consultorio propio, sin embargo, Erisindo tomó otra decisión, si bien lo de ser sobandero le gustaba y sabía que podía llegar lejos con aquellos conocimientos, se dio cuenta de que había algo que le gustaba aún más que ser sobandero y eso era ayudar al prójimo. «Si quieres llegar lejos hay que ayudar a la humanidad» [sic].

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No terminó la secundaria y luego de un tiempo de ayudar a las personas, entre ellas a un niño de cinco años que al andar en bicicleta se había lastimado una pierna, Erisindo habló con sus padres y les dijo lo que quería hacer con su vida. Su padre, Erisindo Rodríguez, y su madre, María del Carmen Rodríguez, quienes criaron a sus cuatro hijos de la mano de la fe católica, lo llevaron a la iglesia y juntos oraron por el bienestar de su hijo, deseándole lo mejor y que el Espíritu Santo lo protegiese y lo llevara de la mano siempre. Erisindo le pidió a Dios que siempre lo ayudara a seguir adelante, «yo tengo primero un compromiso con Dios y luego conmigo mismo» [sic].

Por eso siempre lleva consigo una oración que encontró hace tiempo y que lo ha acompañado a lo largo de sus viajes: «Santo y justo juez, tú eres la defensa de mi cuerpo y mi alma me vuelve invisible, ante todos aquellos, si ojos no tienen no me miren y manos tienen no me agarren, si pies tienen no me sigan, si cerros hay que se vuelvan planes y si planes hay se vuelvan cerros, si montes hay que se vuelvan espinas, si cercos hay se vuelvan muros, yo me encomiendo a la Santa Cruz bella y verdadera para que mi cuerpo no sea preso, ni mi sangre sea derramada y me recomiendo a la Santa Cruz bella y verdadera, oh justo juez, hijo del eterno padre, que con él y con el Espíritu Santo, eres un solo Dios verdadero. Amén» [sic].

Pero entonces, ¿cuál fue la razón para no conformarse con un solo empleo? Bueno, Erisindo no quería sentirse estancado, eran tiempos difíciles cuando él era un niño, sabía que sus oportunidades no eran muchas, y por ello decidió que tenía que saber de todo para siempre encontrar una solución a los obstáculos que le ponía la vida. «Hay que estar preparado para todo y hay que ponerse las pilas» [sic], afirma. 

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De ahí empezó a trabajar en todas partes y haciendo de todo: de albañil a vendedor de ganado y pollo; de plantaciones de algodón, arroz, maíz a cortar caña; instalando sanitarios y lavamanos; del Quindío al Valle; de pescar a moler; de la Costa al Llano. No existe trabajo que le quede grande o al que se niegue y menos si este le permite conocer una región nueva, nunca contesta: «no sé», sino «¡Hay que hacerlo!».

Y gracias a esa ferviente voluntad, es que puede hoy recordar con cariño y nostalgia los años en los que vivió en la Costa, recogiendo algodón en los campos con un amigo que lo acompañó todo el camino desde Bogotá hasta el mar, el intenso calor de esos duros días de trabajo, la cultura de la gente y el sonido del océano. O también las tierras de Santander y Arauca criando ganado, llevándolo al matadero y preparando la carne para su posterior distribución. Así mismo, recuerda el Quindío cortando caña para sus jefes, con la maravillosa vista del Eje Cafetero y el fin de la jornada tomando una taza de café, o pescando en los lagos del Valle.

No obstante, Erisindo decidió tomar una pausa de esa vida de trabajos diversos y viajes, todo debido a que uno de sus compañeros le ofreció un negocio en conjunto, a lo que de inmediato se negó alegando: «cuando vaya a hacer un trabajo, hágalo solo». Esto debido a que su padre siempre le inculcó desde pequeño que en el mundo existe la envidia y el mal, que al igual que la enfermedad estas se propagan y dañan profundamente al ser humano. Los negocios en conjunto llevan de alguna manera a que las personas sientan eso y por ello decidió retirarse.

Al final, en medio de una travesía por El Espinal, conoció a su esposa Isabel Méndez Rodríguez, mujer que se dedicaba a trabajar en la crianza de perros en la Plaza de la 14. En 1976, luego de instalarse en Ibagué poco tiempo después de conocerla, se casaron y tuvieron ocho hijos, siete varones y una hija de quienes habla con orgullo, al igual que de sus quince nietos y cinco bisnietos. A ninguno ha obligado a aprender el oficio de sobandero, desde un inicio él buscaba que fueran independientes y le reza a Dios para que les dé siempre salud y bienestar.

«Él es el hombre más amable que conozco, cuando lo conocí le dije que estaba viajando a El Espinal, porque uno de mis hermanos se encontraba terriblemente enfermo, él enseguida se ofreció a ayudarme a cuidarlo, incluso aunque eso significaba darle una pausa a su viaje, porque él es así, busca siempre el bienestar de las personas» [sic], dice Isabel.

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Desde entonces, se dedica a trabajar en la plaza, paga 50 mil pesos mensuales por el local y a diario lo visitan personas para aliviar sus dolores y achaques. Además, se ha dedicado a ampliar aún más sus conocimientos, incluso sabe, conoce y relaciona las enfermedades o dolores con los signos del zodíaco de sus pacientes. Cuando un paciente le dijo que sufría del corazón, le pregunto por su signo zodiacal, era Capricornio, a lo que le contesto que era imposible, que los Capricornio no sufren de eso. Por otro lado, también elabora talismanes en contra de la envidia de la que tanto se protege, uno de estos está conformado por un ajo, una moneda y un imán, para que este atraiga las buenas energías y aleje las malas.

Ahora, es un hombre tranquilo de 77 años, con abundante cabello negro, unas manos sanas y una mente sumamente despierta. En sus tiempos libres, se dedica a preparar los jarabes que alivian la culebrilla, escucha tangos y pasa el tiempo con su familia. Ahora, sólo quiere que lo recuerden como un maestro orquesta, alguien que conoce cómo realizar una multitud de actividades, pero, sobre todo, como alguien que siempre está dispuesto a ayudar al prójimo, una persona amable y servicial para su comunidad.


Realizado por: Margarita María Bohórquez, estudiante del Programa de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad de Ibagué.


 

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