Viajando en pedales: Armero, memoria imborrable


"Era puro capricho de ciclista amateur-si es que me puedo llamar así- solo porque había salido un par de domingos a montar cerca de la ciudad y quería llegar más lejos".


De mis dos viajes a Armero comprendí dos cosas: Para conocer Armero hay que ser Armero. Y lo segundo, ser ciclista no es fácil. Este lugar está ligado a una tragedia que marcó la historia de Colombia. Transcurría el año 1985, exactamente el decimotercer día del mes de noviembre, cuando el pueblo que está ubicado a 65 km del Nevado del Ruiz, presenció y vivió una avalancha a oscuras- puesto que eran las 11 de la noche y en el pueblo habían cortado el flujo eléctrico horas antes- debido a la erupción del volcán del antes mencionado. Combinado con el agua que bajaba del río Recio y taponada por una gran roca que desprendió el volcán, se formó una represa que, incontenible, desbordó a toda velocidad arrasando con lo que había a su paso, hasta llegar a la tercera población más grande del Tolima, Armero. Lahares que viajaban a más de 50 kilómetros por hora borraron las estructuras del municipio y se llevaron con ellas más de 20 mil vidas. Pero, casi 33 años después de la tragedia, nada ha podido llevarse las memorias de lo que fue este desastre y de lo que es -porque en ruinas aun es- Armero.

fotografias que narran por si solas

 

Viaje 1
Tenía ganas de conocer un lugar que, aunque no era desconocido era incomprensible, jamás había visitado. Mucho había escuchado de la avalancha, había visto documentales en mis épocas de colegio, y sabía de la icónica niña que representaba esta tragedia, Omaira. Sin embargo nunca había tenido la oportunidad- o quizás el impulso- de ir con mis propios zapatos el suelo que hoy es techo de todo aquello que quedo bajo la avalancha.

Me impuse un reto personal, para no solo poder apreciar un lugar memorable como lo es Armero, sino todo lo que hay antes de llegar hasta allí, desde Ibagué. El desafío era ir en bicicleta. El camino a recorrer es de apenas 78 kilómetros. Algo “fácil” diría Nairo o Rigo, pero Juan Diego en su mente decía “estoy loco”. Loco porque nunca he entrenado ciclismo. Era puro capricho de ciclista amateur-si es que me puedo llamar así- solo porque había salido un par de domingos a montar cerca de la ciudad y quería llegar más lejos.

Mi preparación no fue más que una semana de gimnasio con ejercicios cardiovasculares de resistencia prolongados, pero nada comparados con las 3 horas que me esperaban encima de un sillín. La víspera de mi primer viaje, el Jueves Santo, la pase tranquilo en mi casa. Ejercicio en la mañana, leyendo un poco del lugar en la tarde y esperando a que llegara el momento de partir el día siguiente. Como sabía que me levantaría temprano, me duche y trate de conciliar el sueño desde las 10 porque, por ser vacaciones, estaba acostándome mucho más tarde, lo cual difícil la tarea de pegar el ojo tan rápido.

La chicharra de la alarma del celular sonó a las 6 dando inicio al desafío. Levante a mi papá que sería el personal técnico de mi equipo de dos corredores. Pensé en desayunar solo una fruta y comer en el camino, para ir ligero, pero mi mamá insistió en que comiera huevos con agua panela para que no me diera la “pálida”. Lo que se me hizo más raro y aún sigo escéptico, fueron sus palabras, “mijo solo vístase, no se vaya a bañar porque el cuerpo pierde sales y después de la ducha sale más débil para ir a montar”, de primerazo no le creí ni un poco, pero más tarde mi tío - mi compañero de “equipo” y que si había sido ciclista- me corroboro estas palabras. Aun así, no les creo.

A mi tío lo llame unos minutos antes de desayunar, pensé que se le había olvidado la micro etapa que haríamos, lo supuse por su tono de voz, ronco y suave como aquel que acaba de despertar. Sin embargo 15 minutos después ya estaba debajo de mi edificio esperándome. Como nunca he corrido de verdad, no tenía uniforme, ni zapatillas, ni casco. Bajé en sudadera y una camiseta roja que me dejaba desprotegido en los brazos. Quedarían negros seguramente. Sin embargo mi tío me entregó unos guantes y un “maillot” negro con algunos detalles verdes y rosados, y que en la espalda decía Legion Bikers. Ese sería el nombre de nuestro equipo, pues él tenía el mismo. Tenía en mi mente la idea de que era una competencia, tenía un equipo y haría un recorrido largo, eran los componentes de la película que me armaba en la mente, pero que era sin duda lo que me hacía gozar la experiencia como un niño pequeño.

Juan Diego 19 1Roberto Marco Díaz es el nombre de mi “compañero de equipo”. Es zootecnista de la Universidad de Cundinamarca y ya había salido a montar conmigo por algunos lugares cercanos. Corrió hasta los 18 años, mis otros dos tíos, también compitieron, y duraron en actividad mucho más. Este detalle me motivaba más, algo de ciclista tenía que haber en mi. Cuando pasamos por la variante que nos marcaba el camino hasta Armero, un letrero señalaba los pueblos cercanos y la distancia. “Lérida a 62 km, Venadillo a 44 km”, Alvarado a 26 Km”. En mi mente, pensaba en Alvarado como la meta, hasta allí sería mi viaje en caballito de acero. Uno que otro ciclista iba apareciendo en la vía, tanto en el carril propio, como en el contrario, algunos saludaban, otros nos.

Siempre que veía a algún corredor en la vía, pensaba “toca coger la fuga”. Metido en el cuento de que era una carrera de verdad, dejábamos gente atrás, hasta que un kilómetro después del peaje de Alvarado, un ciclista de ruta –lo supe al ver su delgada bicicleta- nos echó viento y siguió su camino. Iba acompañado por una camioneta. Mi tío me dijo “péguese a mi rueda y le llegamos a la camioneta pa’ irnos con él”. Apretó el paso pero para mí desdicha, me desprendió. Cuando aceleré al máximo para poder alcanzarlo, logré recortar un par de metros, pero seguramente gastaría mucha energía. Mi compañero al ver esto, bajó su ritmo y como buen colega me ayudó a recuperar el paso. Pero el ciclista que perseguimos, no dejó ni el rastro. 

Apretar el paso era difícil pero a mi ritmo, todo era normal, podía pedalear sin cansarme y no estaba agitado. Avistamos Alvarado y aún tenía mucho más para dar. Paramos en una tienda al costado de la carretera – la única que había- y analicé lo que quedaba. No quería rendirme a mitad de carretera, así que pensé en recorrer los veintitantos kilómetros que faltaban hasta el próximo punto, Venadillo. Llevábamos casi una hora de viaje, faltaría otra para la “meta volante” siguiente o ¿el punto de mi rendición? No lo sabía aún. Busqué recuperar energías comiendo un buñuelo y un saviloe. Quería avena, pero esperaría hasta Venadillo para probar esta bebida, que en dicho lugar es tan célebre y popular por su particular sabor, no sabía porque particular porque aún no la probaba, pero la probaría.

Montamos de nuevo nuestras bicicletas. Mi padre encendió el auto y partimos sobre las 8 y 40 de la mañana. La carretera parecía infinita, en ambos costados prolongados terrenos de tierra con algunos cultivos de arroz, maíz, ganado, el clima no parecía cambiar, gris y sin rastro del sol, éramos ciclistas solitarios. Algunos carros pasaban a nuestro lado y nos hacían consientes de la velocidad que llevábamos. Era desesperante pero la regla número uno y quizás la que más me sirvió fue tener calma, ir a mi paso. En alguna ocasión mi camarada de viaje me pasaba su caramañola para tomar una bebida que hasta el día de hoy no sé qué era. Era difícil regresársela porque perdía el equilibrio.

 

El sonido de los radios al girar al compás de la llanta, los pájaros cantando, el aire avivador de la naturaleza y el roce del viento con el maillot que ya llevaba abierto era realmente confortable, y me hacía consiente de que un viaje en cicla es mucho más cautivador que ir en compañía del motor de un automóvil bajo las latas de este y sobre sus cómodos asientos.

 

Bueno… esto último si lo envidiaba, porque el sillín de la bici es muy incómodo, mis glúteos dolían, haciendo que me parara de vez en cuando. Fue entonces cuando mi tío me explico el dar relevos. Porque tirábamos de nuestro grupo de dos desorganizadamente y si no cooperábamos, la factura del cansancio llegaría pronto. Él iba al frente y cada dos señales de tránsito amarillas, se abría un poco al costado izquierdo para  dar paso a mi bicicleta. Posicionado tras de mí repetíamos el movimiento  una y otra vez, al son de las señalizaciones.

Cruzando una Y en cuya mitad se alzaba un pequeño cubículo con una figura de la virgen dentro de él, avistábamos el letrero que nos daba la bienvenida a Venadillo. Íbamos tan concentrados en la regla número 1, y en seguir, que no se me paso por la cabeza entrar al pueblo. Más adelante con el pueblo a un costado, me asombro la cantidad de personas que caminaban en grupos vestidos con camisetas blancas. Unos venían otro iban, pero sin duda, el Viernes Santo era el motivador de estos feligreses que iban a la iglesia aglomerados de tal manera. Escuché cosas como “vamos Nairo” seguido de risas, lo cual me causo gracia porque en Ibagué cuando veo un ciclista pasar le digo lo mismo en tono de chiste. Estos detalles me hicieron, por un segundo, desenfocar mi rumbo y en mi conciencia sentía que algo faltaba. Pedaleando sobre el río Venadillo, recordé mi caprichoso anhelo, la avena.

Sin embargo, dejé a un lado mi despiste, y tomé esto como punto a favor ya que no paramos, y llegaríamos más pronto. Me sentí fuerte por un instante ya que tras 44 kilómetros sobre aquel incomodo sillín, seguía pedaleando sin dificultades, aunque un poco agitado, seguramente el sol ya había salido, pero de nuevo las gafas tintaban de ceniciento el día y sus patas tallaban por encima de mis orejas. No sabía que dolor era más molesto, la presión de las gafas, o el sillín. La solución: quitarme las gafas y contemplar el sol del día justo en la retina, y quitar el sillín y… NO, ¡mejor no! Continuemos.

Todos estos 44 mil metros los pedalee con el plato grande, y de vez en cuando cambiaba de piñón. Sentí que ser ciclista tampoco era tan duro, mala suerte la mía por pensarlo, porque solo un kilómetro después del río que pasamos, un repecho que mi papá desde el carro nos avisó que era largo, nos daba la bienvenida alzando la carretera varios grados. Los primeros metros de este ascenso los trepe parado en pedales con mi tío al frente cortándome el viento. Sin embargo no se avanzaba mucho, pues ahora solo íbamos a 12 kilómetros por hora. Era desesperante, y aún más desesperante recordar la regla número 1 y no tener calma. Mi padre en varias ocasiones, aceleraba y se hacía junto a mí para decirme que si me sentía mal me subiera. En sus palabras se notaba su preocupación, pues por problemas de salud míos, no es muy seguro que fuerce tanto el cuerpo. Sin embargo tampoco era un esfuerzo que me fuera a matar. Tenía que calmarme, no me sentía mal y le expresé eso a papá en varias ocasiones. Un problema cerebrovascular que apareció hace un año era la causa de su preocupación. Pero eso es cuento aparte. El trayecto que llevábamos era más de lo esperado y trataba de animarme diciéndome "a mi ritmo, uno dos, uno dos",  mientras daba cada pedalazo.

Recorre la foto y mira la galería completa. 

Viajando en pedales

Este infernal ascenso, que de seguro no será nada para un ciclista profesional, era una machaca piernas. El cuádriceps derecho me dolía un poco, cada pedalazo que daba me pinchaba, era como si se fuera a estallar. Si me paraba en pedales era peor, la pierna izquierda, muy cómoda aun -puesto que soy zurdo- trataba de hacer el máximo esfuerzo para compensar la falta de fuerza de la diestra. Una curva extensa me hizo pensar en dicho repecho como una “S” que pronto acabaría así que la calma volvió a mí. El ascenso me había hecho bajar hasta el plato más chico, así que pedaleaba mucho y avanzaba poco. Probé el medio y aunque me costaba más, el dolor de la pierna derecha se iba quitando, encontré mi paso, mi tío me sugirió seguir así. Se venía la última curva y ya me sentía en las últimas, porque aunque ya no me dolieran, el esfuerzo agotaba, me sentía muy agitado, sentía el sudor bajando por mis mejillas, seguramente bajo el casco el cabello empapado.

Para sorpresa mía la supuesta última curva no llegaba a ningún final, no coronábamos aún, la carretera iba derecho, no más curvas, pero igual de empinada. A lo lejos, en la vacía carretera, un ciclista  con una bicicleta que cargaba en su parte trasera una especie de cofre decorado – no sé muy bien que era- en el que se izaban tres banderines de colores, avanzaba a un paso muy lento, le estaba costando bastante. En mi cabeza pensé "si el puede cargando eso, ¿por qué yo no? nuevamente motivado, bajo la frase lento pero seguro, mi equipo se acercaba a dicho ciclista. Justo a nuestro lado y dejándolo metro tras metro, pasábamos al Correcaminos de Colombia, que recorre Colombia en bicicleta (cosa que supe buscar en internet días después).

Después de haber dejado atrás a dicho personaje, mi bici ya tambaleaba, no podía mantener un movimiento hacia delante, era hacia un lado y hacia otro tratando de coger impulso, La voz de mi tío dándome alientos retumbó en mi mente, me dio ánimos y sin pensarlo, habíamos coronado dicho puerto. De nuevo plato grande, retomamos la velocidad en la carretera plana, pero la postración en la que me había dejado dicho repecho, hizo que nos detuviéramos en la solitaria carretera, llegó la hora de la hidratación y una pequeña sesión de fotos en donde descubrí que bajo el casco sí estaba empapado. El Correcaminos pasó por el costado del auto y con un saludo gentil que se llevaba el viento por el ritmo lo alejó en un minuto de nuestra vista. Pensamos si seguir o no. La meta final: Lérida, de nuevo en aquel incomodo sillín y con el pedaleo hercúleo en la izquierda y débil en la derecha, retomamos el rumbo hacia el “desaparecido” pueblo.

Retomamos en el kilómetro 53 y la carretera parecía de nuevo infinita y recta. Las gafas me protegían del sol, pero ya era consciente del calor, pues a lo lejos, se veía como hervía el aire sobre la carretera. A paso rápido, alcanzamos nuevamente al Correcaminos, sonrió y dijo "ahora los alcanzo". Lo cual vi totalmente imposible, de nuevo tenté a la suerte. Error, pensando en que el camino que quedaba a Lérida y por ende a Armero era plano, llegaríamos sin dificultades. La idea se fortaleció más, cuando al kilómetro 54 un descenso extenso nos atraía a gran velocidad. Descendimos sin vértigo, El viento chocaba y al tiempo nos reanimaba, la gran velocidad que tomaban las ruedas hacían este paso muy divertido. Aprendí la segunda regla. Cuando hay una curva, por ejemplo hacia la derecha, el pedal derecho tiene que ir arriba y el izquierdo abajo, para que no choque con el suelo, y no caer. La segunda regla que llegó como consejo por parte de mi tío, me salvó de haber descrito una dolorosa caída. Sigo intacto, por ahora…

Tras 56 km de viaje sobre dos ruedas y sin motor, 8 kilómetros nos separaban de la meta en Lérida. Dando una curva, un muro grande al costado izquierdo de la carretera pintado con los rostros de algunos políticos que se lanzaron al Senado, abría paso para lo que sería el pavor de mis machacadas piernas. Un prolongado descenso en S- o eso fue lo que pensé-. Mi tío delante de mí ya hace unos kilómetros, me dijo que con calma, pero tan solo 350 metros más adelante, según lo marcaba la carretera a un costado, frené agotado, no físicamente, más bien mentalmente. Desesperado por la interminable pendiente que se veía, quedé estático. La bici al portabicicletas y yo adentro del carro. Tomó un tiempo colocarla y asegurarla, mi tío insistió en que el seguiría. Yo rendido en el carro y con dolor en las piernas, veía pasar lentamente al Correcaminos por la ventana del automóvil -lento pero seguro-. Tras doblar las curvas de dicha S, el repecho termino rápidamente, mi tío siguió a buen paso en el plano y en 15 minutos ya estábamos en Lérida.

Estando en carretera, ya los tres en el carro, nos dirigimos rápidamente a Armero. Aunque chocante conmigo mismo por haber sucumbido en la cuesta, me sentía feliz. 56 km para mi expediente ciclístico sin haber entrenado. Ahora el viaje fue corriente, básico y fugaz. En un corto tiempo mi padre decía "por fin llegamos". Casi cuatro horas después, a las 11 y 38 de la mañana las ruedas del carro pisaban la carretera que pasa por Armero.

La carretera recta e infinita, tiene a sus costados el pueblo desaparecido. Al costado izquierdo el hospital. Solo se veía el segundo piso de lo que fue, pues el primer piso bajo el barro de la avalancha. Detrás de él, bosque y ruinas de lo que algún día fueron hogares, estructuras que aún quedan en pie y hacen memoria de las familias que vivieron allí. Al costado derecho, otras estructuras, y la señalización de que había un museo cerca.

Llegamos a la plaza que visitó el Papa y a la tumba de Omaira. Pero mi interés era alejarme de lo que ya había visto en noticias, documentales etcétera, fui al hospital.

Tan pronto se pisa Armero se siente un ambiente turbio, mucho respeto hacia el de manera casi involuntaria. Desde afuera, aunque era de día, el hospital se nota terrorífico. Antes de adentrarme recorrí sus alrededores y noté murciélagos volando bajo el techo de la estructura que aunque destruida yace fuerte y firme. Nunca había estado bajo murciélagos, tenía cierto pánico y asco, el escandaloso y chillón sonido que emitían me “azaraba” como dicen comúnmente. Una familia acababa de salir del hospital y una joven de no más de 15 años me dijo “no te asustes, ellos ni te tocan, mira esto”. Sacó su celular y me enseñó un video del interior del lugar. No me podía quedar detrás. Mi padre no quería entrar, y mi tío aun cansado de tan arduo viaje, estaba postrado en la silla del auto. Me adentré solo, una chaqueta en mi cabeza -por si algún murciélago caía. 

Las paredes estaban untadas de color café, a juzgar del olor diría que es barro, mas no popó. Todos los cuartos eran iguales, Cada uno con lo que parecía ser un baño, con una ducha. Algunos cuartos eran más grandes  y tenían una bóveda que no me explico aún que era. Los murciélagos pasaban por encima chillando y despistando al pasar.  En las paredes, escritos hechos con spray rojo y negro. Un lugar que sin duda daría pavor de noche. Para mi suerte el rayo de sol atravesaba las grietas y los grandes huecos que tienen las paredes exteriores del hospital. Tomé varias fotografías, de detalles como los interruptores de los bombillos, algunos tubos donde posiblemente caía el agua de la ducha y cosas por el estilo.

Una fotografía que tomé a una simple pared, parecía carecer de sentido, cuando la vi, un cuerpo. Pudo haber sido la luz, mi imaginación o la energía, es incierto. Caminé hasta el final del corredor, y llegué a unas escaleras que en su época tuvieron que conectar el segundo piso con el primero, sin embargo solo 5 escalones yacían encima de la tierra, de resto ruinas y ningún primer piso. Salí del hospital sofocado por el calor y por el pútrido olor del popó de murciélago combinado con la suciedad, el abandono y la muerte.

 fotografia inocenteDespués del hospital, nos adentramos lo que parecía bosque, rodeábamos los arboles por unos caminos de tierra y vimos lo que fue hace muchos años un barrio de Armero. Me bajé del carro para mirar con detenimiento cada estructura que quedaba en pie. Eran la típica casa de tierra caliente, con parasoles de concreto y zócalos en las partes más altas para que entrara aire. Las casa claramente sin puertas ni ventanas dejaban ver dentro de ellas como crecía flora. Las fachadas de estos antiguos hogares, porque lo fueron y aún lo son, decían “aquí vivió la familia Flórez” o cosas parecidas. Es perturbador hacerse a la idea de que vivieron. Porque aún habitan ahí. La gente que murió en Armero posiblemente quedó sepultada bajo el lodo en sus propias casas. Caminábamos sobre la gente.

Después de recorrer unas dos manzanas viendo el mismo paisaje, y notando que había casas que tenían encima de lo que parecía la puerta principal la dirección, me alejé. A mi vista estaba la Iglesia El Carmen. Lo que queda aún en pie y con techo, debió ser la parte más alta de aquella iglesia. Unos 10 metros me alejaban de ella. Me adentré en este terreno y tan pronto puse un pie en él, el ambiente se tornó más frio, una ventisca parecía indicar que me alejara. Nunca he creído en esas cosas, así que seguí, pero el soplido era cada vez más fuerte. Había arena en el suelo y el viento me hizo cerrar los ojos un momento, pero pude llegar. Aún quedaba el lugar donde posiblemente estuvo colgada una figura de Cristo o de la Virgen María y las paredes estaban llenas de escritos que ha realizado la gente que ha visitado el sitio. Al salir de la iglesia, y ver el panorama, me lo imaginé reconstruido, se me hizo parecido a un barrio tan popular en Ibagué como el Jordán.

Fue suficiente por aquel día, el ambiente es pesado, y al cuestionarme, imágenes mórbidas y desastrosas se hacían en mi mente tratando de reconstruir lo que fue el momento de la avalancha para que redujera todo a lo que mis ojos acababan de ver, a lo que mis pies acababan de pisar, fue el fin del primer viaje. 

 Viaje 2

De mi siguiente marcha a Armero, no hay mucho que decir. Salimos a las 3 pm de Ibagué. Casi hora y media acompañado del sonido de un motor que no daba paso en los oídos a ninguna otra melodía, Lo único reconfortante, era que iba con los seres que más quería, juntos. Esta vez me acompañaban tanto mi madre como mi padre, mi hermano menor, que no estaba muy feliz de ir -pues hace un tiempo fue y lo pico una avispa- y mi novia. Definitivamente sigo prefiriendo viajar en cicla, lastima el incómodo sillín. 

Avistando nuevamente el hospital San Lorenzo de Armero -o sus ruinas- me quise enfocar en el extremo opuesto. Si bien ya había sentido Armero, y lo había visto, me faltaba entenderlo, seguramente en aquel costado entendería más sobre aquella noche del 13 de noviembre de 1985.

Como eran las 4:30 de la tarde, decidí ir al hospital, que esta vez no tenía visitantes, en busca de una experiencia más cósmica. Con una soledad latente que daba sueño -hasta los murciélagos estaban dormidos- entre a mostrarle el lugar a Camila (mi novia). Todo igual que la primera visita excepto por los murciélagos, que enserio parecían estar cansados o quizás aburridos de solo tener dos cabezas a las que molestar.

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Cruzamos al otro extremo del pueblo, y nos adentramos en sus calles de tierra, reconociendo estructuras casi idénticas a las del lado opuesto cruzando la carretera. Sin embargo estas eran más chicas. Recuerdo pasar por una casa cuya fachada estaba a la mitad, y en el bloque de cemento había flores y un zapato colegial negro, calculo yo talla 37, que tenía un estilo muy antiguo. No creo que sea un zapato de más de 30 años -si lo es, es muy resistente-. No me acerque por respeto y por miedo, si el zapato estaba ahí, ahí debía estar

Los caminos de tierra nos llevaron a una calle pavimentada, que nos dirigió hacia la plaza donde había estado el papa Juan Pablo II. Hay un monumento, el momento en que este, de rodillas, rezó. Nos dejamos guiar por la calle que transitábamos, En un costado, una tumba con unas flores rojas, dos muñecas resaltaban la casa de Omaira Sánchez, la niña que lleva en su ser la representación de la tragedia. Allí mismo hay una señalización que indica que su tumba está 400 metros más adelante.

Miraba asombrado la soledad del bosque que rodeaba el paisaje, hasta encontrarme con una cantidad considerable de gente en el destino que visitábamos. Bajamos del auto y habían puestos de la memoria, donde algunas personas vendían objetos como atrapa sueños, cadenas con crucifijos, figuras católicas, para que fueran colgadas en la tumba de la niña. Pude ver también unos carteles que contenían información acerca de la tragedia. Negligencia fue el primer factor que dio paso a esta tragedia. La gente estaba advertida pero nunca hubo una alarma oficial. El estado nunca hizo nada por evacuar a la población. Al continuar la lectura hice un hallazgo que nunca pensé que estuviera enmarañado tras las telarañas de esta historia. Un avión avistó la erupción del volcán y contactó con la torre de control. Ni con la comprometedora declaración de este piloto, se hizo algo para salvar las 20 mil vidas que se perdieron.

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Llegué a la tumba de Omaira. Antes de entrar, me detuve a escuchar un guía. “Acá estaban avisados, el cura del pueblo de ese entonces, sabía y estaba advertido de la avalancha, sin embargo la incredulidad del gobierno del municipio oprimieron al hombre, puesto que armaría un ‘despelote’ en el pueblo si mencionaba algo, el cura empaco sus maletas temprano y junto a un compañero huyó de Armero, y se salvó”. Atónito con lo que acababa de escuchar, entré a la tumba de Omaira Sánchez para ver con mis ojos cientos de pequeñas lápidas en agradecimiento a la niña por cumplir peticiones. Dos mallas bordean aquel aposento y en ellas, colgadas miles de figuras: camándulas, cadenas, atrapa sueños, collares, muñecas. 

Estupefacto de ver como la gente ve a la niña como una clase de santa que concede milagros escuché algunos de los presentes mencionar "que triste como no te dejan descansar Omaira". Ella es el símbolo de la tragedia, y la persona que aporta más a la memoria colectiva de los colombianos, por las dimensiones de su sufrimiento de 3 días. No soporté más estar allí. Era incomodo ver todo esto. Empecé  a comprender a mi hermano, pues una avispa picó en el antebrazo, no dolió mucho, pero varios mosquitos me atacaban, empezó a rascarme todo. Noté al lado de la tumba de Omaira, otro cartel informativo. Contaba un poco de sus últimos momentos, y cómo las motobombas que usaron para sacarla de los escombros no sirvieron -tristemente la que sirvió llegó muy tarde-. Aunque siempre estuve consciente de la tragedia, no hay nada igual a sentir su memoria. Uno es cómplice de la negligencia, es triste pero es la realidad. El último lugar que visite, fue la bóveda del Banco de Colombia que está firme aún. La plata la lograron sacar mucho después -eso dijo mi padre-. Y le creí, pues su puerta ya no está. Quise adentrarme por el orificio de la abertura pero al acercarme aviste  dos nidos grandes de avispas en su interior. Con la picadura del antebrazo ya tenía suficiente.

Salimos a la carretera principal, para dirigirnos a Ibagué, no sin antes fijar mi interés en aquellas personas a los costados de la carretera vendiendo el film de la película Armero. Por tan solo 12 mil pesos entregaban la película más un documental. La compré y dando vuelta el auto, me despedía en mi interior de aquel lugar que me dejo tan conflictuado y pensativo. Pero para nada dejó de ser un viaje fabuloso. Además pude cumplir un capricho antes de regresar. 30 Kilómetros después de dejar Armero y casi a las 7 de la noche, probé la tan celebre avena de Venadillo. Feliz por mi travesía, pensaba en Armero, en Omaira, en los murciélagos, en los zócalos de las casas, las firmas, los nombres, las direcciones, las historias, y sobre todo los letreros de información. Había adquirido no solo la memoria de Armero si no su entendimiento, fui a Armero y fui Armero -aun lo soy- algo le queda del lugar al que lo visita.


 Por: Juan Diego Rojas Díaz: Estudiante de Comunicación Social y Periodismo. Universidad de Ibagué.  

 

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