La vida entre una maleta

«Un mochilero de corazón, al que no reconocen por su mochila ni sus botas ni la carpa».

Chizuru 

Entre sus bolsillos unos cuantos pesos, unas botas para calzar en todo terreno, una carpa donde resguardarse en las noches, una navaja que resolverá cualquier inconveniente, la cápsula del tiempo, una cámara y, por supuesto, la mochila. Allí empacará su vida un viajero inquieto por conocer el mundo, comprimirá los mejores momentos en su recuerdo y será especialmente selectivo en atesorar lo más valioso de su experiencia. Los muros y tecnologías son innecesarias y despojándose de todo aquello que parece indispensable para los sedentarios, sale a la carretera, levanta el dedo pulgar y en señal de aprobación espera el transporte a su destino: el mundo.

Un mochilero por excelencia lleva sobre él las herramientas necesarias, si no lo lleva puesto o va colgando de su cuerpo tal vez no sea útil, pues el mundo es su despensa y los locales sus guías. Muchos viajan solos, algunos de ellos van acompañados de sus amigos, familiares o parejas, alguien con quien compartir las experiencias y las vistas que seguramente con maletas de rodachines y entre hoteles de lujo jamás podrán divisar. Nada más que una mochila y el acompañante para ver el mundo desde otra perspectiva.

Pero tal vez ni los viajeros de clase alta, ni los mochileros podrán vivir la experiencia de recorrer el mundo dentro de un guacal. Un mochilero de corazón, al que no reconocen por su mochila ni sus botas ni la carpa. Nada de eso es necesario para el peludo de cuatro patas. Viaja con elegancia y con más lujos que sus mismos dueños o, mejor dicho, compañeros de viaje, una pareja de mochileros latinos. El mundo para este felino es más que una caja de arena, un rascador y una cama. Conoce Sudamérica, desde su «casita», el guacal que cargan sus dueños al hombro y al que jamás le cierran la puerta.

Durante los viajes el pequeño animal no toca el suelo más que para hacer sus necesidades. No come comida corriente, solo Whiskas, salvo que esa sea su única opción, y el lugar no tenga para cumplir sus caprichos, acepta atún o salchichas. Recibe mimos a cada instante, ya sea por sus compañeros de viaje o por los miles de curiosos que se acercan a ella cada día. Duerme siestas largas, se lame con frecuencia y se estira como todos los gatos, solo que ella no se mueve de su guacal y ha estado por gran parte de Sudamérica.

No necesita pasaporte, pero como toda una dama extravagante necesita muchos documentos —demasiados en realidad—, todos en regla y que comprueben que no viaja sola. En la frontera de todos los países cambian los requisitos, pero, por lo general, necesita un certificado sanitario, un certificado de vacunación contra ciertas enfermedades, una solicitud de ingreso aprobada previamente o apostillada en cancillería y algunos formularios extensos, entre otras formalidades. Sin embargo, sus compañeros muchas veces no tienen el tiempo ni el dinero para tan decorosa entrada, entonces aprovechan su quietud y sigilo para pasar de un país a otro sin que la seguridad fronteriza ni migración se den cuenta del felino.

Aun así, una vez en el país ella es toda una celebridad. Todo el que la ve en tan extraña situación —un par de jóvenes turistas, al hombro sus mochilas y en medio de los dos, entre un maletín una viajera más—, no se puede resistir a preguntar por ella. Incluso han llegado a ofrecer por tan curiosa criatura 500 dólares, que ni siquiera necesitándolos sus compañeros la venderían.

La dama de pelaje blanco como la nieve, largo y sedoso, con algunas manchas y rayas cafés que adornan sus orejas, su espalda y cubren su cola. Porta constantemente su joyería, un collar de reata morado con adornos rosados y su respectivo dije dorado, un cascabel. Elegante como una diosa egipcia se posa dentro de su pedestal: un guacal rojo. Por la puerta se pueden ver sus patas y sobre ellas su cara como un retrato. Mantiene una mirada suspicaz, característica de los felinos, y las orejas en constante alerta, curiosa por escuchar, ver y olfatear todos los lugares a los que va. Ella es Chizuru, la gata viajera.

Antes de Chizuru 

Antes de Chizuru  

Sin proponérselo, como gran parte de su trayecto de vida, Mythé Cruz, una joven ibaguereña de 24 años, emprende su vida de mochilera. Ella es una mujer alta, delgada, de piel blanca y pálida, ojos grandes y alargados y con una sonrisa extensa que plasma en todas sus fotografías; en ellas da a entender que todos los escenarios en los que ha estado y se ha retratado, la llenan de alegría y no se cambiaría por nadie.

Por cosas del destino, la cultura mochilera la atrapó. Joven y llena de sueños por cumplir, dejó sus estudios en el SENA y su ciudad natal.

«Yo salí de Ibagué en septiembre del 2014 supuestamente a estudiar a Perú, pero cuando llegué a Cusco me encontré con que era súper turístico, o sea yo nunca en mi vida había pensado ser mochilera, pero empecé a hacer amigos y a conocer gente... y ahí como que se rompió un poco lo de estudiar. Empecé a conocer todo Perú...».

Y como si fuese el destino, después de emprender algunos viajes por Perú, conoce a Matías ese mismo año. Un argentino de 30 años, que para ese momento ya había recorrido muchísimos lugares como mochilero y Perú era uno de esos destinos con paso obligatorio.

Maty, como lo llama Mythé, llegó a Perú después de haber recorrido Ecuador de punta a punta. Su salida como mochilero inició en Argentina. Él vivía solo y sumando a la lista de casualidades, un amigo cercano le comenta que tiene a un viajero hospedado en su casa y que ya no lo podrá acoger más. Matías, entonces, le ofrece su casa a aquel extraño y lo que era un favor termina siendo otra casualidad. De allí nace una amistad y una filosofía de vida.

«El chamo iba y venía a Colombia, Ecuador… y pues yo que vivía solo y no viajaba... me quedé como ¡wow! Entonces le copié la idea».

Matías hospedó tres meses a quien más adelante lo invitó a quedarse en su casa, si quería conocer el norte de Chile. Después de una fiesta en Mendoza, Argentina, donde queda la frontera, decidió pasarse. Se fue directo a Antofagasta, el desierto de Chile. En ese país trabajó como 'mozo' o mesero, como se dice en Colombia.

«Las propinas eran buenas y siendo argentino... por el acento a las personas les causaba curiosidad y me daban propinas de más, era un buen trabajo y con eso pude iniciar a viajar».

Tejiendo toda una telaraña de trayectos, de Chile pasó a Perú, su primer gran viaje como mochilero. Luego se fue a Ecuador y antes de llegar a Pasto, Colombia, dio vuelta, no pudo entrar al país aunque ansiaba conocerlo; tuvo que regresar a Perú, donde, de nuevo, como si estuviera escrito, conoció a su amor Mythé.

Después de pasar navidad del 2014 en Argentina, y como apenas se estaban conociendo, emprendieron un viaje con un grupo de personas.

«Ahí conocimos toda la costa de Argentina, nos volvimos a Buenos Aires y de bajada conocimos Bolivia, Copacabana, La Isla del Sol, entramos a Machu Picchu...».

Después de Chizuru

Despues de Chizuru

«Para diciembre de 2015 Mythé y Maty ya eran una pareja. Amigos, novios, cómplices, colegas soñadores. Familia, que ese año deciden agrandar.

«A Chizu la adoptamos para poder cuidarla y darle amor. También para hacernos compañía mutua y compartir algo de nosotros con ella».

No me contaron con exactitud de dónde viene Chizuru o cómo aparecio en sus vidas, pero, como toda su historia, se trata de una pieza esencial que debía aparecer en el camino. Tal vez este animal era un viajero en busca de compañeros y en vez de eso encontró una familia excepcional.

La mística de su encuentro resulta asombrosa. Hablamos de personajes diferentes, de distintos países, de culturas opuestas, incluso de especies distintas y ahora son un trío inseparable. Lo más curioso es que Matías es alérgico a los gatos, si está en contacto directo y prolongado con el pelaje su piel se irrita, se expanden sobre él unas manchas rojas que le dan comezón. Pero ofrecerle un hogar a alguien desamparado me recuerda la historia de cómo inició a ser mochilero, entonces no parece algo tan extraño.

Después de la adopción de Chizuru, las fechas y los lugares se vuelven confusos para mí. En su relato algunas cosas no coinciden y entre ellos se corrigen algunos datos que parecen imposibles de recordar. Cuando les preguntaba de nuevo para constatar alguna fecha, en la respuesta esa información tan exacta se pierde entre las miles de anécdotas que tienen por contar.

Vivieron por casi 3 años en Argentina, antes de hacer la travesía hasta Colombia. Ella estudió gastronomía para perfeccionar lo que ya había aprendido en el SENA. Después de eso emprendieron un viaje con un destino claro, pero sin una ruta determinada.

Un día cualquiera agarraron sus mochilas, Chizuru se metió en su «casita» y esperó que sus compañeros estiraran el pulgar. La gata apenas levanta su cabeza para asegurarse de que no la han olvidado, se acomoda, recuesta su cabeza sobre las patas y descansa con sus ojos abiertos… o cerrados en caso de que el guacal se haya movido mucho; eso que nosotros los humanos llamamos turbulencia.

Para las personas que toman medios aéreos y que por supuesto tienen manera de pagarlo, un viaje directo de Argentina a Colombia tomaría más o menos 6 horas y media, costaría unos 2 millones y medio (según las páginas web que ofrecen vuelos baratos) y seguramente la mayor dificultad —si no pasa algo extraordinario— sería que se retrase el vuelo o su asiento quede al lado del baño.

Sin embargo, la ruta directa por tierra hacia Colombia consiste en cruzar de Argentina a Chile, luego Perú, seguido Ecuador y finalmente Colombia. Si se busca en Google Maps, aparece que hipotéticamente sin tráfico, ni contratiempos, en carro se gastarían 99 horas, es decir 4 días y 3 horas. Por otro lado, caminando sin parar serían 1.542 horas, aproximadamente 64 días. En la descripción de la ruta se menciona que existen pasos restringidos o privados para peatones, que hay un pago de peajes para vehículos y además claramente—, cruza varios países con zonas horarias diferentes.

Chizuru y sus compañeros, tenían entre sus planes una ruta directa. No tomaron un avión no solo por el precio, sino porque así podrían conocer mucho más de lo que se puede ver entre las nubes —cosa que de seguro al felino no le molestó, porque de ser así no hubiera estado tan cómodo—. Matías y Mythé utilizaron los pies para los trayectos cortos y los camiones para los trayectos largos.

Chizuru por Sudamérica: En camión

Viaje en camion

«Los camioneros como manejan por tantas tantas horas, les gusta que alguien los acompañe en el trayecto para ellos no quedarse dormidos, por todo eso de los accidentes en carretera...».

Parece tan sencillo conseguir transporte cuando lo cuentan que me intriga si tal vez, en algún momento, tuvieron inconvenientes con el camionero o con quien los llevó.

«¡Jamás!», replican al unísono.

Resulta que pasa todo lo contrario, nunca pagaron por transporte, incluso muchas veces corrían con suerte y les incluían las comidas y el hospedaje. Matías me explica que existe mucha desconfianza, pero los mochileros son ya conocidos en las carreteras. Además me da a entender que se trata de un ¨toma y dame¨, es una relación de mutualismo, pero yo creo que más que eso es un acto de empatía.

«Ellos tienen tanta, tanta calle que están manejando capaz desde los 16 años, ya te escuchan y saben si eres viajero o solo quieres robar... porque mucha gente se hace pasar de mochilero… si te ven raro te abren la puerta y te dicen bajate».

Pero con ellos no pasó.

«Una vez nos llevó un tipo así», dice Matías mientras finge una cara de rudo.

«Terminamos en la casa del señor, compartiendo con los hijos y la esposa y nos llevaron hasta Río de Janeiro».

Mythé cuenta que tuvieron viajes de camión que fueron de una semana.

«Dormimos con los camioneros... es sorprendente porque ellos tienen ahí de todo, yo nunca me imaginé que estuvieran tan equipados, de repente sacan un colchón doble para que durmamos ahí, luego en un botón y sacan otro para ellos, cocina, nevera, algunos tienen televisor led de 50 pulgadas… más en Brasil porque los trayectos de ellos son de meses sin ver la familia».

Ellos tres se convierten en su familia de carretera, el conductor les ofrecía un techo y ellos le proporcionaban el calor de hogar. El trayecto los unía, Matías y Mythé se turnaban para charlarle al conductor si en algún momento el otro quería descansar. Mientras tanto, Chizuru sin pronunciar un maullido escuchaba con atención el zumbido del viento y las historias que ella había vivido y que seguramente ya le habían contado a otro camionero.

«Llega la noche y los camioneros se juntan, hay asado, comida, cerveza y no me gusta la cerveza pero no pagamos ni un peso, todo nos lo convidan entonces lo recibimos con cariño».

Chizuru por Sudamérica: En carpa

Maletas y Chizuru

Este trío de viajeros carga dos mochilas. Mythé describe su mochila de abajo para arriba.

«Bolsa de dormir, abrigos, una chaqueta sí o sí, dos pantalones largos, cinco blusas y short, unos tenis y la carpa. Él lleva una parte de la carpa y yo otra. Después van los implementos de aseo, cosas para hacer las manillas y documentos, celular… ¡Ah!, y cámara teníamos una pero se nos daño y ya no más».

Se detiene un momento y hace como un chequeo mental.

«¡Ah!, y pues acá la niñita que pesa 5 kilos», señala a Chizuru.

Se comparten por lo general las cosas pesadas, la carpa en especial porque tiene capacidad para 4 personas: ellos dos, la gata y las maletas que cuentan como una. Pero cada uno se hace cargo de sus cosas. Aseguran que aprenden a viajar liviano y con eso tal vez no solo se refieren a despojarse de las cosas materiales, sino a la vida tranquila que llevan. La pareja adoptó la actitud de paz que lleva constantemente Chizuru. Su manera de vestir relajada, su actitud zen, ambos transmiten una sensación de paz y tranquilidad única.

De todas sus anécdotas, solo en dos de ellas hablan de «contratiempos» o «dificultades menores» porque para ellos no hubo algo malo en sus viajes.

La primera, se resume así:
En uno de sus viajes intentando cruzar de un país a otro, duraron cinco días viviendo en la carpa justo en la frontera. Los guardias no les permitían pasar de un lado a otro, por un error de oficina en uno de sus documentos. Cansados y desesperados porque se les estaban acabando los recursos, tanto de ellos como de Chizuru, llevaban mucho tiempo sin asearse, el dinero se lo estaban gastando en trámites sin sentido y nadie les daba respuesta.

Se pusieron de acuerdo y como les —aunque sea difícil hacerlos enojar— sacaron las garras, pasaron de ser esas criaturas pacíficas a gritar, llorar y tirar cosas. Solo así obtuvieron respuesta y con una firma muy sencilla los dejaron cruzar.

La segunda sucede así:
En horas de la noche es preferible dormir en carpa y esperar al otro día para salir a «hacer dedo» ya que los camiones no los recogen porque no los ven y por seguridad. En su estadía en Brasil acamparon cerca de la carretera en la selva. Chizuru, la gata que nunca camina y que no se inmuta más que para hacer sus necesidades, se escapó.

«Estábamos durmiendo en medio de la selva y como ella está muy programada a que a las 7 de la noche sale a hacer sus necesidades, pues eran las 7 y nada que nos despertábamos».

Matías continuó con la historia.

«Escuchaba todos los ruidos de la selva, los animalitos y esta (la gata) estaba con las orejas bien paradas y nos abrió la carpa, quién sabe cómo diablos… con la uña haló la cremallera y se fue».

Duraron 3 noches buscándola.

«Yo ya estaba deprimido, no me quedaban ni ganas de entrar a Brasil y le preguntamos a la gente que nos miraba mientras la buscábamos con linterna en las noches y siempre nos respondían que una boa, un puma o un jaguar seguramente ya se la habían comido».

Después de la tercera noche, en la madrugada como quien toca la puerta con desespero maulló de nuevo. Ellos abrieron con asombro y Chizuru de un solo brinco saltó a la carpa, venía negra y llena de ramas enredadas en el pelo. De seguro extrañaba su «casita» y la comida gourmet.

Chizuru por Sudamérica: En Hostels

Artesanias

Hostels —se pronuncia jostels— es como un hotel para mochileros, todo es compartido. Se paga entre 10 mil y 15 mil pesos por una noche, tiene ducha caliente y wifi. Lo pueden buscar por páginas de internet como booking.com o usando la aplicación couchsurfing, donde hospedas gente en tu casa y así mismo puedes hospedarte en la casa de otros.

El trío de viajeros usaba constantemente este método de hospedaje.

«Últimamente para no gastar la plata en hosteles, lo que hacíamos era hablar con el dueño del lugar y ellos nos daban la cama y nosotros hacíamos el desayuno o limpiábamos. Ese es el famoso voluntariado, que ahora se está haciendo muy famoso en el mundo».

Con Chizuru pocas veces tuvieron problemas, había establecimientos en los que al llegar les decían que no podían quedarse con la gata, pero la conocían y terminaban enamorándose de ella.

«Yo soy alérgico a los gatos, pero los amo. Hubo una señora que terminó durmiendo con ella», Matías dice orgulloso.

La gata jamás pasó penas, mientras sus compañeros seguían una rutina de trabajo para cumplirle sus caprichos, ella descansaba ¿De qué?, nadie lo sabe.

La pareja hacía trabajo en el hostel en la mañana, limpiaba la piscina, cortaban el césped, limpiaban la casa, un mínimo de tres o cuatro horas por la vivienda. En algunos lugares, los dueños se pasaban de listos y les exigían 8 horas como un trabajo normal y, por lo general, no pasaban ni la primera noche allí. En otros el dueño era muy amplio y les daba alguna comida o todas, más el techo con solo el trabajo de medio día.

Eso les daba tiempo para salir a conocer la ciudad y de paso vender sus manillas y artesanías, que les daba dinero extra para darse algunos gustos. En otras ciudades consiguieron trabajos, fueron meseros, animadores, arreglaron mesas de dulces y decoraron pasteles de bodas y cumpleaños, gracias a los saberes de Mythé.

Vivían con el dinero del día, lo que hacían en el país lo gastaban en el lugar. Para la siguiente parada tenían unos cuantos billetes o en su defecto nada.

«Por todo el tema del cambio de moneda no nos servía acumular dinero».

Mythé se ríe recordando otra anécdota.

«Cuando íbamos entrando a Colombia, le pidieron a Maty que declarara… y él no llevaba ni un peso».

Matías se ríe en complicidad.

«Yo le dije al de migración que llevaba 70 mil pesos y él me miro asombrado... me preguntó si con eso pensaba quedarme un mes y yo le respondí que con eso podía vivir más de uno… Al final nos dejaron pasar, obvio nos advirtieron lo del trabajo y esas cosas». 

Chizuru fuera del guacal

 Mapa

«Esto es un mapa de lo que ha sido nuestra travesía por #sudamerica #9paises más de #35.000km a dedo, #22meses de viaje. Pasamos frío, calor, granizo, desierto, montañas, selva, playas, salares, decenas de parques nacionales y #2maravillasdelmundo».

«Hicimos voluntariados, cortamos pasto, pintamos casas, vendimos manillas, macramé, collares atrapasueños, donas, fuimos meseros, animadores de fiestas, usamos #couchsurfing, acampamos, dormimos en cama en hotel, en aislante, en el piso, tenemos decenas de amigos alrededor de toda Sudamérica, muchos de ellos son nuestra familia. Sabemos que viajar no es cuestión de dinero, sino de coraje».

Este mensaje lo publicó Mythé en su Instagram junto a una foto de un mapa de Google, donde se pueden ver algunos —muchos— de los lugares que visitaron. Después de aquel viaje extenso, lleno de memorias, donde se desviaron de la ruta directa que habían planeado desde un inicio, pero que para ellos resultó ser la mejor ruta, llegaron a su destino: Ibagué, Colombia.

En la casa de la mamá de Mythé, los recibieron con los brazos abiertos y una fiesta de bienvenida. Llevan actualmente tres meses en la Ciudad Musical. Aquí, como en todos sus destinos, trabajan en lo que salga. Mientras tanto, Chizuru salió de su «casita», ahora tiene que compartir la atención que le dan con tres gatos más, los de la familia de Maii. Se la pasa encerrada en la casa y ansía todos los días que la saquen a pasear en su guacal rojo.

Conocí a esta pareja como 'Los Pochis', en una feria artesanal que hacen varias veces al año en el parque Murillo Toro, de Ibagué. Allí tenían un stand pequeño de banderines de colores, en las paredes fotos de sus viajes, sobre la mesa un mantel azul y un horno con empanadas argentinas, a su lado postres y una jarra de jugo, decorando la mesa algunas botellas de cerveza argentina y una cuenca para hacer mate, una bebida típica.

En medio de mi antojo, probé los alfajores y el jugo, me senté con ellos un rato y me contaron por qué estaban ahí. De entrada supe que eran personas acogedoras y muy amables. Conocí a Chizuru en sus historias en el breve momento que compartí con ellos.

Más adelante los contacté y nos encontramos los 4 en el centro comercial. Conocí a la dama de pelaje blanco en vivo y en directo, toqué su cabecita blanca y como si fuera algo cotidiano cerró los ojos, esperando que terminara de molestarla. La charla fue extensa y entretenida, intervenía para aclarar alguna fecha, lugar o algo que tal vez sonaba demasiado asombroso para mí. Durante todo el tiempo que estuvimos juntos, Chizuru no se movió de su guacal más que para estirarse de vez en cuando. Efectivamente, la puerta estaba abierta, podía correr en cualquier momento, pero de seguro no envidia nada lo que hay afuera de su «casita». Su vida está en esa maleta roja. 


Realizado por: Laura Ruíz, estudiante del Programa de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad de Ibagué.


 

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