Juego, set y partido
«Y recuerdo ese 14 de julio de 2019 como si fuese una película ejemplar, con ese ingrediente impredecible y atrayente, personajes simbólicos y que pueden ser héroes o villanos a partir de la posición moral que divide a los espectadores, con esas altas y bajas que ponen al borde de la silla»

Mi televisor ha sido la ventana a una montaña rusa de emociones durante las últimas cinco horas, rebosantes de alegría, sufrimiento, aplausos, golpes a la cama, palabras de aliento y descarga. En shock y negando con la cabeza los hechos, miro la ceremonia de premiación con lágrimas en el rostro, suspiros largos y profunda tristeza al no ver a mi tenista favorito ganar su Grand Slam número 21, en el césped londinense. Federer se quedó a un solo punto de levantar su noveno trofeo en Wimbledon, ampliar su récord personal y celebrar con champán, mientras Djokovic mantuvo la cabeza firme en la adversidad, quedándose con una sufrida victoria contra el caballero del tenis.
Y recuerdo ese 14 de julio de 2019 como si fuese una película ejemplar, con ese ingrediente impredecible y atrayente, personajes simbólicos y que pueden ser héroes o villanos a partir de la posición moral que divide a los espectadores, con esas altas y bajas que ponen al borde de la silla. No tuve la necesidad de escuchar el despertador en una fresca mañana de domingo marcada por los sentimientos de emoción, expectativa y pasión hacia un deporte que encuentro precioso y requiere una excelente condición física, enorme fortaleza mental y un esquema adecuado para desarrollarse a un alto nivel. A poco menos de media hora para el comienzo del partido, me serví un café caliente y coloqué el canal ESPN, en donde circulaban varios comerciales a la espera de un inminente duelo de colosos.
Después de mirar el reloj unas cinco veces, revisar las casas de apuestas en el celular y susurrar en solitario, el momento de la verdad había llegado. Comienza a sonar aquella canción que debutó para los Grand Slam en el Abierto de Australia 2017, torneo en donde Federer cosecha seis títulos, siendo campeón en esa edición y la siguiente, con victorias sufridas y que muestran su vigencia a pesar de tener 38 años. Mi corazón se acelera, me pongo de pie y disfruto de una antesala cuidadosamente preparada con intervenciones hechas a los protagonistas y el análisis de varios expertos, como una radiografía del camino que volvió a reunir al mito del tenis con el único jugador que lo hace ver frágil en los momentos importantes y que le ha impedido agrandar su leyenda.
«Me encantaba jugar golpeando contra la pared, bien en el garaje o dentro de la casa. Mi madre estaba harta de mí porque escuchaba 'bang, bang' todo el día»,decía Federer en una cálida charla en el año 2018 con José Morón, un periodista que lo admira como un ser humano carismático que conserva la sencillez en medio del éxito, mientras alardea con una chispa de humor haberle dado la mano a un hombre que parece envejecer como el buen vino.
Ambos jugadores habían transitado las primeras rondas sin problemas y con poco desgaste, con su nivel en ascenso para la segunda semana de competencia. En las semifinales dejaron en el camino a dos españoles, a un especialista sobre cemento y al mejor sobre polvo de ladrillo. Djokovic venía fresco luego de vencer a Roberto Bautista Agut, en un partido que pudo haber ganado en sets corridos y acabó siendo un trámite para el serbio, como un ajuste de cara a la final. El plato fuerte del día llegó tres horas más tarde, con otro partido de colección entre Federer y Nadal, quienes no defraudaron en una faena que sobrepasó las tres horas, con puntos de máxima tensión y un agónico cierre para el suizo.

Esta final era un nuevo capítulo en el enfrentamiento más repetido de los últimos tiempos, Federer y Djokovic se veían las caras por cuadragésima octava ocasión en sus carreras, en un partido que se presentaba como una revancha para el suizo, quien había perdido las últimas dos finales contra el serbio en las pasadas ediciones de 2014 y 2015, año en donde también perdió la final del Abierto de los Estados Unidos contra un adversario que desordena su cabeza. El mundo del tenis aguardaba por otro choque de titanes con estilos diametralmente opuestos, con un juego de ataque preciso y una defensa sólida que se complementan a la perfección en auténticos espectáculos que miden la fuerza de dos campeones.
Pero más allá de las circunstancias y las estadísticas, muchas referencias y decenas de análisis previos, este partido tenía algo diferente que me hacía ver a Federer como un merecido campeón. A veces reflexiono sobre lo que pasó ese día y no sé si llamarlo una corazonada, o más bien es un intento por asimilar aquella situación como el deseo por ver a mi tenista favorito romper sus propias marcas. A mi memoria vienen partidos con resultados sorprendentes que, en su momento, rompieron con todo pronóstico y me hacen pensar que no existe nada imposible en el mundo del deporte, tan impredecible como la vida misma. Es difícil olvidar aquellos rumores del retiro de Federer en el año 2011, cuando Djokovic y Nadal comenzaron a ganarlo todo y el suizo perdió su hegemonía absoluta.
Nada está escrito, nosotros nos encargamos de trazar nuestro camino. Así lo hizo un Federer renovado, cuando demostró a la mayoría que no era su momento para colgar la raqueta y prefirió convivir con rivales complicados y varias derrotas dolorosas en los torneos que antes ganaba relativamente fácil. Federer tenía en su haber 16 títulos de Grand Slam y el récord absoluto en la categoría masculina, dejando en segundo lugar al estadounidense Pete Sampras, otro especialista sobre hierba que amenazaba a sus rivales con el clásico estilo de saque y volea. El suizo se había convertido en un símbolo, su nombre estaba en los libros de historia y no tenía nada que demostrar, pero continuó con un recital de marcas superadas a lo largo de los años y el despliegue de un tenis que no conoce edad.
«Estoy muy feliz, esto es increíble. Ha sido un largo día, desde que amanece uno está pensando en el partido todo el tiempo. Ganar el torneo es un sueño hecho realidad y espero que continúe para nosotros después de la gran temporada que tuve el año pasado. Nos han hecho sentir muy bien a mi familia y a mi equipo, ustedes siempre llenan el estadio y me ponen nervioso durante las prácticas, gracias por todo». Concluye un emotivo Federer, con la voz quebrantada durante su discurso de premiación en el Abierto de Australia 2018, como un junior cuando gana el primer título de su vida, antes de romper en llanto en una clara muestra de humildad y grandeza.
Y en medio de todo ese afán que convirtió los minutos en una eternidad, me levanto con un brinco de la silla, un nudo en la garganta y varios sentimientos encontrados que vibran desenfrenadamente en mi interior, como un universo de sensaciones incontrolables que no se viven a diario y es normal que pocas personas entiendan. No existen palabras que hagan justicia a este momento, que prefiero encerrar como la adrenalina que se despierta en las hinchadas cuando Cristiano Ronaldo está a punto de sacudir el arco en una tanda de penales, o la emoción que envuelve a un verdadero apasionado por los motores y la velocidad cuando Fernando Alonso derrocha talento en la pista.
Los protagonistas esperan en el All England Lawn Tennis and Croquet Club, un centro deportivo con estilo clásico y elegante. En su interior se visualiza el suelo de madera brillante, con algunas escaleras que sirven como pasarela hacia el mítico Centre Court de Wimbledon. El silencio se ve interrumpido con los disparos de las cámaras y algunos susurros de los organizadores. Federer y Djokovic están vestidos de blanco, impecables y enfocados, mientras cruzan por el camino de honor, un espacio que reluce un extenso mural con varias fotografías de leyendas como Jimmy Connors, Andre Agassi, Pete Sampras, Suzanne Lenglen, Billie Jean King o Martina Navratilova. El momento se vive con profunda solemnidad en el campeonato más antiguo del tenis, con su fundación en el distante año de 1877.

En solo cuestión de segundos ambos jugadores salen a la cancha, envueltos en un mar de aplausos y voces congeniadas que celebran su aparición, como si fueran héroes de guerra que arriban a su ciudad natal. Federer y Djokovic organizan sus maletas en el banquillo, con raquetas minuciosamente encordadas, muñequeras, cintas para la cabeza e hidratación. Al cabo de un minuto se dirigen a la red, donde espera el juez de silla Damián Steiner, los finalistas se saludan de la mano como una muestra de respeto, mientras se lanza una moneda al azar para elegir quién va comenzar con el servicio y al resto. Federer gana el sorteo y decide servir, mientras se toma algunas fotografías de protocolo con su rival en una soleada y tranquila tarde.
Novak Djokovic llegaba a la final como número uno del mundo, gran ímpetu y un performance extraordinario en los últimos Grand Slam, dotado de una mentalidad ajena a la presión y una capacidad física sensacional. El serbio había crecido a la sombra de Roger Federer y Rafael Nadal, inconforme con el tercer puesto en el ranking, era un jugador difícil de vencer sobre cualquier superficie y un auténtico dolor de cabeza. El extenista eslovaco Marián Vajda fue su entrenador desde el año 2010 y cambió su dieta al descubrir que era intolerante al gluten. En adelante, su carrera estuvo marcada por el éxito y se convirtió en una pesadilla para sus rivales más cercanos, armado con una derecha tenaz y un terrorífico revés a dos manos.
Los finalistas comienzan a calentar con la mirada del mundo encima, en medio de un estadio repleto y expectante que destaca la presencia de Guillermo y Catalina de Cambridge en el Palco Real. Al mismo tiempo, y conforme a la tradición en los partidos de tenis, se realiza el calentamiento previo, en donde cruzan algunas voleas y smash para entrar en ritmo de competencia. Federer luce con un porte audaz, elegante, afeitado al ras, con su característica mirada achinada y una expresión de seriedad que muestra cierto respeto a Djokovic, visualmente más fresco, pero con menor experiencia en estos escenarios. Al lado de la cancha se observa una pantalla que muestra su currículum profesional, en tanto vuelven a sentarse a la espera de salir a jugar.

Al recordar aquel día me lleno de nostalgia, no puedo creer cómo pudo haber un desenlace tan nefasto e impensado para millones de fanáticos. Eran las ocho de la mañana y se consumaba una larga espera que me envolvía desde los partidos de semifinales. Miré el reloj por última vez antes de ponerme cómodo en una habitación algo desordenada, con suaves rayos de sol que entraban por la ventana y que daban su reflejo hacia la cama con las sábanas arrugadas. Como un fanático del tenis, muchas veces he perdido la noción del tiempo mientras disfruto de un partido, como un gamer cuando acaba de comprar el videojuego de moda o un cinéfilo con una maratón de su serie favorita.
Y con una última ovación, ambos jugadores caminan rápidamente para ubicarse en lados opuestos del Centre Court, separados por la red que se interpondrá en sus aspiraciones más profundas hacia un nuevo título en el torneo más prestigioso del tenis. El silencio envuelve prontamente el escenario, con algunas voces que se pierden en el fondo del estadio y demuestran la emoción que se vive en un encuentro de primera categoría. Firme al lado de los protagonistas, el juez de silla Damián Steiner aguarda unos segundos y pronuncia el tradicional: Ready? Play! Con esto ha comenzado la final de Wimbledon 2019.
El ocho veces campeón empieza con un saque directo como una muestra de su calidad, en un juego que termina por ganar con una potente derecha cruzada a las bandas. Djokovic responde y anota la igualdad con un juego en blanco y de forma menos vistosa, algo más lento que su rival en los impactos. El cambio de lado trae algunas emociones, el suizo acelera la marcha hasta que consigue el primer punto de quiebre del partido. No consigue aprovecharlo y se queda en una ilusión que provoca algunos lamentos en medio de un público motivado por el evento tenístico. Con una hora de partido, ambos titanes se encuentran aferrados a su juego de servicio como una estrategia fundamental y no consiguen sacar ninguna ventaja, ahora deben ir a un tie-break.
Y con esto llega un largo suspiro que tenía guardado desde que comenzó el encuentro, como una forma de asimilar un comienzo prometedor inundado por la alegría, el sufrimiento y la incertidumbre de lo que iba a pasar en el desempate. Federer da inicio a la definición del set con algo de nerviosismo en su rostro, consigue sumar el primer punto y baja repentinamente su nivel. A partir de este momento se despierta mi espíritu de fanático y comienzo a alentarlo como si estuviese en las gradas del Centre Court, consciente que mis palabras no sirven de nada. Djokovic aprovecha la oportunidad y vuelve a dominar con golpes fuertes y profundos a las líneas, ganando el primer set con un ajustado 7-6(5).

El segundo set comienza con amplia expectativa en una final que ha brindado jugadas de primera categoría y pequeños instantes que rozan la perfección, en un ambiente épico y acogedor que brilla con las enormes jugadas de los finalistas. Indudablemente, es un espectáculo digno de ver, pero no es divertido encontrar al serbio un set arriba del tenista más laureado de todos los tiempos. Federer está con las manos vacías después de luchar durante una hora, pero tiene la esperanza puesta en sumar una novena corona en el torneo que lo ha visto convertirse en una leyenda. Acompañado por millones de personas alrededor del mundo, el suizo esconde un as bajo la manga y regresa al campo de batalla con una actitud renovada.
De repente miro al serbio picar la bola, visualmente tranquilo y sin apuros, como si estuviera sumergido en un trance después de un inicio de partido que lo ubica más cerca del título, aunque su estado hace que enfrente dos puntos de quiebre muy tempranos. Federer aprieta el acelerador y capitaliza la chance con una derecha rápida que me hace celebrar con gran ilusión, como un momento que puede marcar una tendencia importante en el desarrollo del set. En tan solo veinte minutos, el máximo campeón de Grand Slam mantiene la presión sobre su adversario y le vuelve a quebrar el servicio con autoridad en dos ocasiones para empatar la final con un contundente 6-1.
El suizo comienza el tercer set con la misma determinación del segundo y cierra un primer juego de saque con el impacto de sus golpes haciendo eco en la Catedral del tenis, como se conoce en Inglaterra. Djokovic comete una doble falta cuando su rival está al resto, pero se recupera como un relámpago y consigue romper con una racha negativa. Ambos jugadores llevan dos horas en la cancha, con una dinámica que recuerda el comienzo del partido, pero con un ritmo de competencia más serio y en donde cada punto comienza a tener un valor enorme. Federer encuentra una oportunidad de oro para ganar el set después de maravillar con una volea rasante, mientras su rival resuelve con un gran servicio y lo deja sin más aspiraciones hasta llegar a un nuevo tiebreak.
Y aquí confieso que nunca me han gustado esta clase de desempates, los considero como una moneda al aire que pocas veces elige a un justo ganador, como en el fútbol y los penaltis. El hecho que se repita esta situación en el partido me hace creer que las cosas están muy complicadas para Federer, con un rival que ya encontró una zona de confort en la cancha, aunque no pierdo la esperanza en el tenista más grande de la historia. Con algunos puntos jugados, el suizo muestra un nivel que va de menos a más y algunos destellos de lucidez en su esquema táctico, pero no termina por concretar en los momentos decisivos y Djokovic sale adelante en el partido con un disputado 7-6(4).
El serbio está a un set de coronarse campeón en una final no apta para cardiacos, pero el hombre que está del otro lado de la red me hace pensar que todavía tiene mucho camino por recorrer si quiere ganar su título de Grand Slam número 16. Federer entra al cuarto set pensativo, pero su esencia de campeón lo mantiene vivo en un partido que se ha puesto mucho más peligroso, ahora el suizo está jugando por el todo o nada y no existe margen de error. Djokovic se enciende y comienza a cerrar sus juegos de saque con mucha autoridad, pero su rival opone resistencia con la clase, el talento y la jerarquía que lo han convertido en un mito. El suizo acaba por romper el servicio de su adversario con un dudoso impacto muy cerca de la línea, tras una aplaudida revisión con el ojo de halcón.
Con un horizonte esperanzador para el jugador con mayor edad en una final de Wimbledon, desde Ken Rosewall en el año 1970, solo queda un desenlace a la altura de un partido magistral entre dos titanes. En medio de semejante emoción y con la ansiedad a flor de piel, me pongo de pie cuando Federer conecta un revés paralelo surrealista, en un rally de 35 golpes. Apoyado desde la grada por su entrenador Marián Vajda, el serbio intenta conservar la concentración en medio de un estadio repleto que celebra con efusividad cada acierto de la leyenda. Después de algunos puntos muy trabados, el suizo sirve para llevar el partido a un quinto y definitivo set con un impresionante 6-4.

El último capítulo empieza con tres horas de partido superadas, ambos jugadores se encuentran físicamente enteros y enfocados. Djokovic abre con determinación el primer juego del set más importante del campeonato, mientras su rival cumple con la igualdad en el marcador a base de un tenis único y precioso. Al cabo de dos turnos al resto, Federer eleva su nivel y amenaza a su adversario con tres puntos de quiebre que hacen soñar a todos sus fanáticos, pero acaba por ceder una oportunidad invaluable y lo paga caro en su siguiente turno de servicio. Con la motivación del juego anterior, el serbio consigue un rompimiento que dura muy poco, cuando el ocho veces campeón recupera lo cedido y la final vuelve a estar reñida.
A estas alturas el partido se vive como un encuentro de ajedrez entre dos maestros, con un despliegue táctico lleno de pericia y jugadas que son mucho más complicadas de lo que parecen. Federer continúa dando una cátedra de tenis, mientras su rival se convierte en un huracán incontrolable que encuentra todos los espacios reducidos para hacer daño. Alcanza a pasar una hora y vivo cada momento como si estuviera allí presente, con los protagonistas inmersos en una película que parece ir en cámara lenta. De pronto el suizo se lleva otro quiebre con una subida inocente de su rival a la red y sirve para igualar el récord de Martina Navratilova, desperdicia dos oportunidades para campeonato con su servicio y la historia debe continuar.
Después del sorpresivo quiebre del serbio, libero mi frustración con algunas palabras fuertes y comprendo que este jugador tiene unos nervios de acero. Al mismo tiempo, comienzo a alentar a Federer en cada punto importante que gana en la majestuosa Catedral del tenis. El partido se acerca a las cinco horas, mientras los protagonistas continúan en un despliegue tenístico que abre aún más la incertidumbre y enloquece las casas de apuestas. En este momento los nervios recorren todo mi cuerpo, solamente cruzo los dedos y hago fuerza cada vez que el suizo dispone de un punto que le permita adelantarse en el marcador y tener una nueva cita con la gloria.
Con la mirada del mundo encima, Federer brilla cada vez que su rival juega corto, aprovechando los espacios cedidos con su tremendo poderío en ataque. Pero no pasa nada, el serbio se ha convertido en una pared que resiste cada una de las embestidas que su rival emprende con valentía. Es una locura la forma en que están jugando, muchas bolas parecen estar perdidas y terminan rescatándolas con una facilidad asombrosa. Al cabo de varios juegos, ambos jugadores salen ilesos y redimen su esfuerzo por ganar el título en un último tiebreak. El serbio afronta cada punto con toda su capacidad física en el desempate y apaga el sueño de Federer y millones de personas con un doloroso 13-12(4).

Y luego de un viaje cargado de tenis, decido ver un desenlace que muestra dos escenarios diferentes y que marcan la esencia de la vida, como un balance entre el éxito y la derrota. Djokovic celebra junto a su equipo una victoria gigantesca, mientras que Federer está cabizbajo en la silla de descanso, con una mirada acongojada y un terrible impacto emocional. Ahora el escenario de batalla es un lugar inundado por los sentimientos encontrados que viven los protagonistas y sus aficionados. En medio de esto, Catalina de Cambridge saluda amablemente a los jugadores y procede a entregar el premios que corresponden a cada uno. Federer recibe el tradicional platillo como finalista y su rival el trofeo de campeón, en una tarde para el recuerdo que termina como una anécdota.
Realizado por: Juan Felipe Ramírez, estudiante del Programa de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad de Ibagué.